lunes, 11 de diciembre de 2017

La maquina y la mineria. L.M.

La minería y el capitalismo moderno
Más estrechamente que cualquier otra industria, la minería estaba ligada al primer desarrollo del
capitalismo moderno. Hacia el siglo XVI había fijado definitivamente el modelo para la explotación
capitalista.
Cuando se emprendió la minería por hombres libres en Alemania en el siglo XIV, el trabajo de la
mina era una simple asociación a base de participación. Los mineros mismos eran a menudo fracasados
y arruinados  que habían  vivido  prósperamente.  Alentado  en parte  no cabe duda  por esta  misma
demanda de trabajo libre, hubo un rápido adelanto en la técnica de las minas alemanas. En el siglo XVI
las de Sajonia iban a la cabeza de Europa, y se importaba a los mineros alemanes a otros países, como
Inglaterra, para mejorar los métodos de éstos.
La profundización de las minas, la extensión de las operaciones a nuevos terrenos, la aplicación
de   nueva   maquinaria   para   bombear   agua,   arrastrar   el   mineral   y   ventilar   la   mina,   y   la   posterior
aplicación de la fuerza hidráulica para hacer funcionar los fuelles en los [p. 91] nuevos hornos; todos
estos perfeccionamientos exigían más capital que el que poseían los trabajadores originales. Esto llevó a
la admisión de socios que contribuyeron con dinero en vez de con trabajo: propiedad absentista. Y esto
a su vez condujo a la paulatina expropiación de los trabajadores­propietarios y a la reducción de su
participación en los beneficios  a la condición de simples  jornales. Este desarrollo capitalista fue
ulteriormente estimulado por la temeraria especulación con las acciones mineras que se dio ya al
principio del siglo XV: los propietarios locales y los comerciantes de las ciudades cercanas siguieron
ávidamente este nuevo juego. Si la industria minera en tiempos del doctor Bauer presentó muchos de
los modernos perfeccionamientos en la organización industrial: los tres turnos, la jornada de ocho
horas, la existencia de gremios en las varias industrias metalúrgicas para el intercambio social, la propia
ayuda caritativa y el seguro; también mostró, como resultado de la presión capitalista, las características
de la industria del siglo XIX en el mundo entero: la división de las clases, el empleo de la huelga como
arma de defensa, la cruel lucha de clases, y, finalmente, la extinción del poder de los gremios por una
unión de los propietarios de las minas y la nobleza feudal durante la llamada Guerra de los Campesinos
en 1525.
El resultado de aquel conflicto fue el de abolir la base cooperativa de los gremios de la industria
minera, que había caracterizado su resurrección técnica en Alemania, y colocarla sobre una base libre.

es decir, una base de adquisición sin trabas y dominación de clase por los accionistas y directores, no
obligados ya a respetar ninguna de las reglas humanas que habían sido desarrolladas por la sociedad
medieval como medidas de protección social. Incluso el siervo tenía la salvaguarda de la usanza y la
seguridad elemental de la tierra misma: el minero y el trabajador del metal en la fragua era un
trabajador libre, es decir, no protegido: el predecesor del jornalero del siglo XIX. La industria más
fundamental de la técnica de la máquina conoció sólo por un momento en su historia las normas,
protecciones y humanidades del sistema de los gremios: pasó caso directamente de la explotación
inhumana de la esclavitud de los enseres a la explotación apenas menos inhumana de la esclavitud de
los jornales. Y dondequiera que fuera, siguió la degradación del trabajador.
Pero   la   minería   fue   de   otra   forma   también   un   importante   agente   del   capitalismo.   La   gran
necesidad de la empresa comercial en el siglo XV era la de un valor corriente sólido pero expansible, y
de capital para proporcionar los necesarios bienes —barcos, molinos, pozos de mina, muelles, grúas—
para la industria. Las minas de [p. 92] Europa empezaron a satisfacer estas necesidades incluso antes
que las minas de México y Perú. Sombart calcula que en los siglos XV y XVI la minería alemana ganó
tanto en diez años como el comercio al estilo antiguo fue capaz de ganar en cien. Así como las mayores
fortunas de los tiempos modernos se fundaron gracias a los monopolios del petróleo y del aluminio, así
la gran fortuna de los Fuggers en el siglo XVI se fundó sobre las minas de plata y plomo de Estiria, de
Tirol y de España. La acumulación de tales fortunas formó parte de un ciclo del que hemos sido
testigos con los cambios adecuados en nuestro propio tiempo.
Primero: los perfeccionamientos en la técnica de la guerra, especialmente el rápido crecimiento
del arma de artillería, incrementaron el consumo de hierro: esto condujo a nuevas demandas a la mina.
Para pagar el equipo y la manutención cada vez más costosos de los nuevos soldados pagados, los
gobernantes de Europa hubieron de recurrir al financiero. Como garantía del préstamo, el prestamista
tomó las minas reales. El desarrollo de las minas mismas se convirtió por consiguiente en una forma
respetable de empresa financiera, con ingresos comparables favorablemente con los intereses usurarios
y generalmente impagables. Incitados por las cuentas no pagadas, fueron a su vez empujados a nuevas
conquistas   o   a   la   explotación   de   lejanos   territorios:   y   así   empezaba   otra   vez   el   ciclo.  Guerra,
mecanización, minería y finanza se hacían el juego unos a otros. La minería era la industria clave que
suministraba el nervio de la guerra e incrementaba los contenidos metálicos del depósito del capital
original, el arca de la guerra: por otra parte, favorecía la industrialización de las armas, y enriquecía al
financiero con ambos procesos. La incertidumbre tanto de la guerra como de la minería aumentaron las
posibilidades de las ganancias especulativas: lo que proporcionaba un caldo rico para que las bacterias
de la finanza prosperaran en él.
Finalmente, es posible que la actitud del minero tuviera otro efecto aún sobre el desarrollo del
capitalismo. Consistía en la idea de que el valor económico tenía una relación con la cantidad de trabajo
bruto realizado y con la escasez del producto: en el cálculo del costo, éstos figuraban como elementos
principales. La escasez del oro, de los rubíes, de los diamantes: el trabajo pesado que hay que efectuar
para arrancar el hierro de la tierra y prepararlo para la laminadora, éstos tendieron a ser los criterios del
valor económico durante toda esta civilización. Pero los valores reales no se derivan ni de la escasez ni
de la fuerza bruta del hombre. No es la escasez lo que da al aire su poder para sostener la vida, ni el
trabajo humano [p. 93] realizado el que da a la leche o a los plátanos su valor nutritivo. Si se compara
con los efectos de la acción química y de los rayos del sol la contribución humana es reducida. El valor
auténtico reside en el poder para sostener o enriquecer la vida: un abalorio de cristal puede ser más
valioso   que   un   diamante,   una   mesa   de   negociación   más   valiosa   estéticamente   que   la   más
entrevesadamente esculpida, y el jugo de un limón puede tener más valor en un largo viaje oceánico
que un centenar de libras de carne sin aquél. El valor reside directamente en la función vital, no en su origen, su escasez, o en el trabajo realizado por agentes humanos. La noción de valor del minero, como
la del financiero, tiende a ser puramente abstracta y cuantitativa. ¿Proviene el defecto de que todo tipo
de medio primitivo contiene alimento, algo que puede ser inmediatamente transformado en vida  —
caza, bayas, setas, savia de arce, nueces, ovejas, maíz, pescado— en tanto que el medio del minero es
únicamente  —aparte la sal y la sacarina—  no sólo completamente inorgánica sino completamente
incomestible? El minero trabaja, no por amor o para alimentarse, sino para “hacer su montón”. La
clásica maldición de Midas se convirtió quizá en la característica dominante de la máquina moderna:
cualquier cosa que tocara se transformaba en oro y en hierro, y sólo se permitía existir a la máquina
cuando el oro y el hierro la sustentaban.

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